Hermenegildo.
Dejo correr el agua para que se caliente mientras me cepillo los dientes. Poco a poco se va llenando de vapor el baño y con el espejo empañado, solo puedo ver una figura borrosa con algunos colores distorsionados. "Debería lavarme los dientes en la ducha", pienso siempre. No sé porque no lo hago, es probable que nunca lo haga. Para volver a mi habitación tengo que cruzar por el pasillo lleno de cajas de mi última mudanza, que están igual que con el tema de lavarme los dientes en la ducha, nunca las desarmo. Hay días en los que las cajas parecen aumentar su tamaño y ocupan más y más espacio, sin embargo, sigo sin tener valor de desarmarlas. Prefiero que sigan cerradas, no me siento tan sola si las cajas siguen en su lugar. La única que me atreví a abrir fue la de los utensilios de cocina. Me gusta tomar mate con la mirada perdida en algún mosaico y a mi gato le gusta tomar sol en la mesada, porque hay un ventanal que ilumina todo en invierno. La cocina es el único lugar que se parece a un hogar.
Una o dos veces por semana mi mamá me toca el timbre. Es una mera formalidad porque después se mete a mi casa como si fuera la suya y pone el lavarropas y me arregla la cama y enciende el televisor para escuchar las noticias.
— ¿Siguen acá estás cajas, Mara?– pregunta mamá como decepcionada. Yo solo asiento sin emitir sonido y salgo al patio a barrer el colchón de hojas amarillas.
Me preocupa que Hermenegildo, la tortuga de mi esposo se vaya a perder y, entonces, recuerdo que está hibernando en el lavadero. Para cuando vuelvo a entrar a la casa, mamá prepara una de sus salsas. La hace en cantidad para después frizarla y que yo tenga algo de comer cuando vuelvo del trabajo.
— Mara… Deberías ordenar esas cajas, guardarlas en el lavadero, donarlas o simplemente poner cada cosa en su lugar.
— Están bien ahí, mamá. En la semana prometo que las voy a guardar.
Mamá no me cree, lo sé por el chasquido que hace con la lengua cuando le digo que ya las voy a ordenar y tiene razón, no encuentro un motivo para moverlas de su lugar. En el lavadero duerme Hermenegildo y no sé si a mi esposo le va a gustar la idea de que mueva sus cosas. Sobre todo la caja con su ropa cerca de la escalera, esa que embaló con sumo cuidado porque ahí, estaban sus remeras favoritas y sus jeans.
La semana siguiente mamá vuelve a hacer su tour por mi casa, abre las ventanas, cocina, hasta le cambia las piedras al gato y vuelve a insistir.
— Ya pareces tu tía Italia...— mientras cruza el comedor con la canasta de ropa sucia.
Mi tía Italia, era hermana de papá. Mi mamá dice que enloqueció y murió de amor, porque un tipo con el que andaba la embarazó y la abandonó. A mi primo lo crió mi abuela, porque Italia se dedicaba a acumular basura en el patio de su casa. Nunca pudo recuperarse y al final, murió de un paro cardiorespiratorio en los brazos de mi papá. Mamá insiste en que se murió de amor.
—Yo no soy mi tía Italia, no acumulo cosas, simplemente no las muevo de su lugar.
Mi mamá lanza una mirada llena de compasión, como si se estuviese viendo a un cachorro bajo la lluvia.
— Mara… — dice resoplando y me apura para que me siente a almorzar. Hoy hizo un pollo al horno que es una exquisitez.
— Mara, por favor, necesito que comas más.— El tono de voz de mamá suena a imploración. – Todavía queda la salsa de la semana pasada en el fondo del freezer.
— Es que pedí delivery. — Le explico para dejarla tranquila, entonces su gesto cambia, parece sentir alivio con mi respuesta y después de lavar los platos. Toma su abrigo, me besa en la frente y se pierde detrás de la ligustrina que ya se esparció por toda la reja del frente de la casa.
Tobías, el gato, se frota en mis piernas y Hermenegildo parece haber terminado con su hibernación, porque lo veo colarse entre las cajas apiladas al lado de las escaleras y estancarse justo frente a la que tiene el nombre de mi marido.
—¿Lo extrañas, Herme? — le digo levantandola entre mis manos. — Tengo lechuga en la cocina, vamos.
Pasan al menos dos días antes de que mi mamá vuelva a alborotar mi casa con su voz grave y su insistencia para que coma, porque según ella voy a desaparecer.
— ¡¡Hermenegildo no está en el lavadero!!— Grita desde el fondo de la casa. Cuando escucho eso, mi corazón se acelera, casi como si intentara escaparse de mi pecho.
— ¿Cómo qué Hermenegildo no está en el lavadero?
Empiezo a esquivar las cajas desesperada, Hermenegildo tiene que estar ahí, no puede haber desaparecido. Mi mamá lo busca como loca, como si temiera que al desaparecer Hermenegildo, yo también lo hiciera.
Revisa entre las cajas y bajo los muebles y en el comedor. Yo estoy paralizada, mi cuerpo no reacciona y entonces la veo salir de la cocina con un cuchillo. Camina directo a la caja junto a las escaleras y lo entierra en la parte superior. Quiero gritarle, pero la voz no me sale.
— Esa caja no...— brota un susurro, pero mi mamá me mira y continúa revolviendo la caja en busca de Hermenegildo. Las camisas y los jeans de mi esposo vuelan por los aires y su perfume que me traspasa. Tengo la sensación de que voy a colapsar, pero no sucede.
— Hermenegildo tiene que aparecer, es una tortuga no puede haberse ido lejos.— Repite mamá mientras abre las cajas una tras otra, le gritaría si pudiera, pero no tengo fuerzas ni siquiera para llorar y entonces siento en mi pies descalzos el roce de las patitas de Hermenegildo que jadea pidiendo comida.
— Mamá… —
— Ayúdame a buscarlo. No te quedes ahí como si te hubieses muerto hace años. — El tono de su voz ahora está lleno de angustia.
— Mamá… Acá está Hermenegildo.—
Ella se detiene de manera abrupta, sus ojos están empañados en lágrimas.
— ¿Sabías que hoy se cumplen tres años de la muerte de Leonel? — Pregunto con la mirada puesta en la anciana cabeza de Hermenegildo. — Yo creo que Hermenegildo si sabe, por eso vino a almorzar con nosotras ¿No crees?
— Si...— Responde mi mamá y como un juguete que se mueve a cuerda, empieza a doblar prenda por prenda para devolverla a la caja. Yo llevo a Hermenegildo a la cocina para que coma y le haga compañía a Tobías que también parece saber que es el aniversario de la muerte de Leonel porque desde que se levantó, no se despegó de la ventana, como si estuviese esperando verlo volver. Yo también a veces espero verlo llegar, por eso no me animo a mover las cajas, por eso y porque no estoy lista para dejarlo ir.
Comentarios
Publicar un comentario