Sin promesas.

Tardaron un par de días en retomar la comunicación habitual, la seducción virtual. Algo había pasado. Sabían haber cruzado una barrera prohibida, saltado del puente sin la seguridad del bungee. No habían esperado lo que encontraron en el fondo del acantilado. Volvieron a hablar, de a poco; se lo dijeron, tímidamente. Luego lo analizaron en frío como quien disecciona un cadáver. Noches después, volvió la fiebre. Én la calentura del toma y daca virtual, él propuso un nuevo encuentro. Misma esquina, mismo hotel. Repetir para aminorar la excitación. Esta vez, más relajados (sabían a qué se enfrentaban) no esperaron a llegar a la habitación. En la cochera del hotel, en el auto, ella manoteó su sexo y le bajó la bragueta. Su boca no se hizo esperar. Tampoco los dedos de él en su entrepierna. Ella se atragantó a propósito. Él hurgó en su vagina, rápidamente húmeda, sus dedos se deslizaron como si nada. Ella siguió atrapando su verga con esa boca que él había extrañado. La incomodidad los detuvo. Subieron a las corridas a la habitación. Se desnudaron lentamente mientras se besaban. Esta vez fue más pausado, más disfrutado, los labios querían saborear. Otra vez hicieron lo que se habían dicho. Él pidió acostarse y que ella lo ahogue con su entrepierna. Accedió. Se frotó rítmicamente, con fuerza, contra su lengua, mientras le acariciaba el pelo. Él había extrañado el sabor de su flujo. La recorrió con la lengua mientras ella se balanceaba. Ella se estremeció y comenzó a reírse. Fue una señal. Se incorporaron; ella se puso en cuatro. Cuando él arremetió por detrás, recordaron todo lo que habían hablado. “Quiero tu pija” había dicho ella. Él empujó con fuerza. Le agarró del pelo, le dio algunos chirlos en las nalgas, le pidió que le pidiera cogerla. Estuvieron un buen rato así. Él seguía y seguía bombeando, hablando, pero sin acabar. Cambiaron de posición. Él la acostó y le abrió las piernas, y por detrás, hundió de lleno su cara en la entrepierna de ella, que gimió de placer. Arriba, abajo, lengua, chupón, mordisco. Después de un rato, se agotaron y cayeron rendidos. Algo pasaba. Se quedaron tendidos. Apenas rozándose. Ella intentó calmarlo. “No te frustres”. Charlaron. Habían estado pensando mucho desde la última vez. Se lo dijeron. Se rieron de la situación y de sí mismos. Recordaron las noches online; no pudieron reconstruir cómo habían pasado de la charla amable a la autosatisfacción remota, las fotos, los audios, las fantasías explicitadas en texto. Se volvieron a besar. Las manos buscaron los sexos. Ella rápidamente volvió a tragarse su pene erecto. Lo escupió y bajó hasta atragantarse. Él la miraba con satisfacción. Después la puso de espaldas, la tomó de los tobillos y le abrió las piernas en el aire. Con el pene erecto le golpeteó él clítoris, le frotó los labios, metía y sacaba la punta. “Metémela, por favor”, dijo ella. Él no se hizo esperar. Entró tan profundo que ella abrió muy grandes los ojos, mientras sonreía. Él bombeó con fuerza mientras ella se reía. “Cogeme, cogeme fuerte, así putito”, gritó. Él bombeaba. La cara de ella, los ojos abiertos, la boca desencajada. Nunca habían llegado a ese punto de excitación. El comenzó a chuparle los dedos del pie. Ella se estremeció, él sintió como la vulva se contraía y aflojaba mientras seguía arremetiendo. Se desparramó en la cama. “No puedo acabar” dijo él. Otra vez la sombra. “Acabame en la boca” pidió ella. Él se acostó y ella se acercó por debajo, apoyó sus tetas entre las piernas de él. Le tomó el pene y comenzó a masturbarlo, sin dejar de mirarlo con sus ojos negros. Su lengua acarició el glande. Ella le hablaba mientras lamía, besaba, chupaba. Sin previo aviso se metió todo el pene en la boca, y comenzó a subir y bajar enérgicamente la cabeza. “Voy a acabar” dijo él. Ella alzó la vista. Siguió cabeceando. Sintió como el semen se desparramaba en su boca. Él ahogó un gemido y se rió a carcajadas, mientras sus caderas se estremecían. Ella tragó y subió para besarlo. Las lenguas se trenzaron en un último baile. Quedaron desparramados en la cama por unos minutos. Se acariciaron las espaldas. “Tengo sed”, dijo ella. Él fue a buscar agua. Charlaron un rato más, sobre cosas intrascendentes. Agotados, acalambrados, lograron incorporarse, vestirse y llegar al auto. Él la llevó hasta la parada de ómnibus. Se dieron un último beso y no se prometieron nada, salvo volver a hablar pronto.



Él.

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